No había dormido bien. Era la tercera mañana –o la cuarta,
o la quinta— que se le pegaban las sábanas. Se levantó de la cama exhausta,
como si en lugar de haber estado tumbada durante seis horas hubiese estado intentando
mantener el equilibrio caminando sobre arenas movedizas.
Jaime había hecho café. Lo sabía por el olor tan intenso
que llegaba desde la cocina y que comenzaba a inundar el dormitorio. Si debía
elegir algo que le agradara de su vida, era, sin duda, la agradable sensación
de descubrir, de nuevo, que compartía su existencia con alguien cuando percibía
el aroma del café recién hecho por las mañanas. Sí, el café.
Fue al baño y se miró al espejo. Reconoció en su reflejo
el insomnio de varias noches. Reconoció algo, al menos. Después de varios
segundos contemplando su propia imagen, se preparó para ir a trabajar. Eligió
el jersey rojo, que no se había puesto desde el invierno anterior, y cogió los
pendientes de la mesilla de noche para ir rápidamente a la cocina a probar el
café de Jaime.
-Hoy estaré en casa durante toda la mañana—Jaime tenía esa
pequeña manía de no dar jamás los buenos días, y a ella le encantaba que él
obviara esas trivialidades—Tengo turno de noche hasta el jueves.
-Vale—se limitó a contestar, inexpresiva. Precisamente hoy
se había levantado con ganas de que fuesen las cinco de la tarde y regresar con
él a casa.
Se levantó y salió corriendo hacia el porche, advirtiendo
que llegaba tarde a trabajar. Entró en el coche, un Minicooper rojo, y arrancó.
Mientras conducía, mientras recorría las mismas calles de todos los días,
percibía una extraña sensación de desconocimiento, como si pequeños ángulos de
cada una de ellas hubiesen cambiado. Comenzaba a marearse y perder ligeramente
el control del vehículo, agradeciendo que uno de los semáforos con los que se
topó se pusiese en rojo.
Se tomó unos segundos para volver a contemplarse en el
espejo del conductor, esta vez habiendo disimulado las ojeras de su tercera
noche sin dormir. Había olvidado ponerse
un pendiente. Solo uno; en la oreja derecha relucía una pequeña perla blanca. A
la oreja izquierda le correspondía otra pequeña perla, la cual probablemente se
había quedado a solas sobre la mesilla de noche. O quizás se había colado por
el desagüe mientras se adecentaba las ojeras. “Qué más da”, pensó, “nadie se
preocupa por un pendiente, al fin y al cabo”, y arrancó el coche.
Cuando llegó a la oficina, nadie le dio los buenos días.
Esto era algo que no le molestaba de Jaime; sin embargo, sí le parecía un mal
gesto por parte del resto de personas. “¿Será porque me falta un pendiente?”,
pensó, “Me falta un pendiente. Es como maquillarse un solo ojo, o como ponerse un
solo zapato. Me miran mal porque me falta un pendiente”. Decidió en ese
instante que era el momento de volver a casa a por su pendiente olvidado.
Se montó de nuevo en su Minicooper rojo para recuperar el
pendiente que le había negado el saludo de sus compañeros de trabajo y, cuando
llegó al porche de casa, volvió a notar esa sensación de extrañeza; había algo
en esa casa que ya no le pertenecía. Cuando intentó meter la llave en la
cerradura, no encajaba. “Juraría que anoche abrí con esta llave”, pensó. Llamó
a Jaime por la ventana. No obtuvo respuesta. Entonces, la puerta principal se
abrió y apareció Jaime, con el mismo pijama con el que lo había visto apoyado
en la repisa de la cocina mientras le decía adiós.
-Perdona, me he dejado una cosa antes. La llave no abría,
debe… --Y notó cómo él la empujaba hacia atrás con su cuerpo.
-¿Quién es usted? –Jaime la miró del mismo modo en que la
miraron sus compañeros de oficina cuando se dieron cuenta de que le faltaba un
pendiente. Y, de pronto, comprendió esa sensación que la había embargado cuando
aparcó en el porche.
-¿Es una broma? Soy yo—Empleó la palabra “yo”, a pesar de
que dicha palabra se le antojaba desconocida. Carente de significado. Si Jaime
no sabía quién era ella, ahora “yo” no era equivalente a nada.
Jaime la miró de arriba abajo, consternado. En ese
momento, ella quiso decirle que el jersey rojo que llevaba puesto era el mismo
que él le había regalado las navidades pasadas, que se conocieron un día 23 y
que quería que él volviese a hacer café para ella como aquella mañana. No
obstante, permaneció en silencio mientras contemplaba cómo Jaime cerraba la
puerta y se acercaba sutilmente hacia el teléfono, mientras no dejaba de
vigilarla desde el otro lado de la ventana.
No se movió de allí. Permaneció de pie en el porche,
mirando a Jaime desde fuera. Él también la miraba a ella, pero no como por la
mañana, ni como la noche anterior, ni como todos los anteriores días de su
vida. Unos minutos después, llegó un coche de policía a pedirle amablemente que
se marchara.
-Es mi casa—dijo, pero jamás sintió que mentía tan
descaradamente como cuando pronunció aquellas palabras.
-El señor que ha realizado la llamada dice que no la
conoce a usted de nada—contestó una de las dos agentes de policía, observándola
por encima de sus gafas de sol. Mientras, ella seguía mirando a Jaime desde la distancia,
intentando encontrar algún resquicio del hombre que había dejado desayunando en
casa por la mañana.
-Me voy—contestó, sin volver a reclamar nada, y sin
girarse para volver a ver a Jaime una última vez.
De nuevo montada en su Minicooper, tomó rumbo hacia la
oficina. Quizás allí podría encontrar algo de cordura, aunque no hubiera podido
recuperar su pendiente. Como quiso librarse de las mismas miradas hostiles que
ya le habían dirigido como la última vez se había presentado por allí sin su
pendiente, y como cuando la policía la echó de su propio porche, subió
rápidamente las escaleras, intentando evitar cualquier tipo de interacción con
nadie.
-Disculpe, usted no puede entrar aquí—cuando se acercaba a
su despacho en la segunda planta, la recepcionista le impidió el paso.
Se giró lentamente, incrédula. Todo aquello superaba los
límites de cualquier broma de muy mal gusto.
-Trabajo aquí—apenas pudo pronunciar. La recepcionista la
miraba con los ojos entreabiertos mientras sostenía el teléfono junto a su
oreja. Cruzó una mirada con su compañera, y esta realizó una llamada en voz
baja. De nuevo sintió la humillación de que alguien, esta vez un guardia de
seguridad, la invitase amablemente a abandonar el edificio. Trabajo
aquí—repitió, creyendo cada vez un poco menos en sus propias palabras.
Abandonó la oficina ante la mirada atenta de las mismas
personas que la habían observado con desaire cuando se presentó con un
pendiente de menos, y del mismo guardia de seguridad que la había obligado a
marcharse. Una vez estuvo fuera, contempló el edificio una vez más, y cayó en
la cuenta de que ya ni siquiera recordaba cómo había llegado hasta aquel lugar.
“El Minicooper”, pensó, “tengo un Minicooper rojo que compré con mis ahorros de
varios años y él me ha conducido hasta aquí”. Sin embargo, justo en ese momento
observó cómo una mujer completamente desconocida abría el asiento del conductor
de su Minicooper aparcado a tan solo unos metros, y arrancaba.
Salió corriendo, y se subió sobre el capó ante la mirada
horrorizada de la misteriosa conductora que se había adueñado de su vehículo.
-¡Es mi coche!—gritó, desesperada. Gritó y golpeó el
cristal delantero con todas sus fuerzas, hasta que no tuvo más remedio que
desistir y quedarse en tierra, viendo cómo su coche se alejaba.
Se alejó caminando lentamente y anduvo durante quién sabe
cuánto tiempo, hasta que se encontró a sí misma entrando en un bar cualquiera.
El olor a café impactó bruscamente contra su olfato. Café rancio y quemado.
Quiso vomitar. Una vez lo hubo hecho, se enjuagó la boca y levantó la cabeza
hasta encontrarse de nuevo con su propio reflejo en el espejo del baño. No
obstante, en esta ocasión no reconoció a la mujer que se erguía ante ella.
Había olvidado su nombre, sus apellidos, su edad y sus señas. La habían
despojado de lo único que todavía era suyo.